muertos



Señor, no sé si fue tu expreso designio o la falta de alguna vitamina, pero me da la impresión de que siempre he tenido esa siniestra tendencia. Recuerdo que de pequeño, cuando acompañaba a mis padres en vacaciones, si por alguna circunstancia entrábamos en alguna ermita antigua, sentía especial atracción por las pinturas de los muertos. Disfrutaba rebuscando entre las ortopédicas y aburridas imágenes de santos aquellas tumbas rectangulares sobre las que se alzaban pequeñas y regulares personitas ante la llamada de su maestro. Tú mi maestro, estabas allí, conduciendo aquellas anónimas almas fuera de las tinieblas que las habían atado durante tantas y tantas horas, días y años de desesperación. Por alguna razón había entendido que la muerte era un sitio sin retorno al que íbamos todos y esa idea me espantaba. Saber que tú has vencido a la muerte y has prometido levantarnos por encima de nuestra desgracia sigue, sin embargo, dándome el aliento que me falta a menudo. Gracias por que me has acompañado y protegido todos estos años de torpes caminatas, oh padre amante. Dios mío, ven pronto, no tardes.

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